El hombre miraba la pared. Vomitaba de cuando en cuando
algún color apagado. El hombre miraba a la pared y reía y sonreía y se sentía
morir lentamente cuando el tiempo pasaba como una cuchilla y le cortaba las
palmas de las manos. El hombre sangraba y vomitaba colores y miraba a la pared
y moría de cuando en cuando, de cuando en cuando, de cuando en cuando. Y ahí
quedó el hombre, sangrando, vomitando, mirando a la pared, para siempre
Para siempre
para siempre
para siempre.
…
Jorge Fernández, veintisiete años, ocupación: detestable.
Detestable, detestable estar viniendo de cuando en cuando en cuando a limpiar
los colores de la pared, a suturar manos y a decirle al hombre: “Holaaa, ¿cómo
estamos hoooooy? Abre graaaaande, toma tu mediciiiiinaaaaa”.
Detestable ver cómo el hombre le miraba húmedamente, abría
su boca lentamente y tragaba la pastilla, y tragaba la pastilla, y tragaba la
pastilla.
Para siempre
para siempre
para siempre.
…
Y Jorge Fernández desaparecería, pero llegarían otros
Fernández y otros Jorges de veintisiete años con pastillas y vasitos con agua y
sonrisas falsas. Así sería, por los siglos de los siglos de los siglos de los
siglos…
Pero un siglo los Fernández dejaron de venir, y el hombre
aprovechó para pintar en la pared, con su vómito y su sangre, a todos los
hombres que en él habían vivido y muerto a lo largo de su ridícula
eternidad. Todos le sonreían, brillando
en la nueva realidad que había reemplazado a la pared blanca, y el hombre
sonrió y murió, pero los hombres que murieron vivieron en la pared, jugando y
confundiéndose, para siempre.
Para siempre
para siempre
para siempre.
…
Llegaron otros Fernández, pero ninguno se atrevió a limpiar
la hermosa pintura. Y el hombre fue reconocido como un dios entre los Jorges y
luego entre los hombres de otros mundos. Y pronto hubo peregrinaciones y
romerías en torno a la pintura en la que los hombres muertos jugaban y reían y
vivían. Y el cadáver del hombre fue
embalsamado y colocado en un museo, y allí vivió su memoria.
Para siempre
para siempre
para siempre.
…
El tiempo pasó y los peregrinos dejaron de llegar, a pesar
que en todos los mundos persistía la memoria de un hombre que muere y vive en
su pintura y que fotografías de la pintura aparecían en los libros de texto de
todos los estudiantes. Y, en base a esas fotografías, los estudiantes se imaginaban la pintura como
grande e imponente, enmarcada y solemne en la vieja pared de un Louvre.
Mientras tanto, los hombres en la pared blanca morían y nacían en todos los
matices de sus juegos y el cadáver embalsamado, a kilómetros, en algún museo
solemne y viejo y grande e imponente, seguía muriendo
para siempre
para siempre
para siempre.
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