miércoles, 30 de mayo de 2012

Fotografías


El hombre miraba la pared. Vomitaba de cuando en cuando algún color apagado. El hombre miraba a la pared y reía y sonreía y se sentía morir lentamente cuando el tiempo pasaba como una cuchilla y le cortaba las palmas de las manos. El hombre sangraba y vomitaba colores y miraba a la pared y moría de cuando en cuando, de cuando en cuando, de cuando en cuando. Y ahí quedó el hombre, sangrando, vomitando, mirando a la pared, para siempre

Para siempre
para siempre
para siempre.


Jorge Fernández, veintisiete años, ocupación: detestable. Detestable, detestable estar viniendo de cuando en cuando en cuando a limpiar los colores de la pared, a suturar manos y a decirle al hombre: “Holaaa, ¿cómo estamos hoooooy? Abre graaaaande, toma tu mediciiiiinaaaaa”.

Detestable ver cómo el hombre le miraba húmedamente, abría su boca lentamente y tragaba la pastilla, y tragaba la pastilla, y tragaba la pastilla.

Para siempre
para siempre
para siempre.


Y Jorge Fernández desaparecería, pero llegarían otros Fernández y otros Jorges de veintisiete años con pastillas y vasitos con agua y sonrisas falsas. Así sería, por los siglos de los siglos de los siglos de los siglos…

Pero un siglo los Fernández dejaron de venir, y el hombre aprovechó para pintar en la pared, con su vómito y su sangre, a todos los hombres que en él habían vivido y muerto a lo largo de su ridícula eternidad.  Todos le sonreían, brillando en la nueva realidad que había reemplazado a la pared blanca, y el hombre sonrió y murió, pero los hombres que murieron vivieron en la pared, jugando y confundiéndose, para siempre.

Para siempre
para siempre
para siempre.


Llegaron otros Fernández, pero ninguno se atrevió a limpiar la hermosa pintura. Y el hombre fue reconocido como un dios entre los Jorges y luego entre los hombres de otros mundos. Y pronto hubo peregrinaciones y romerías en torno a la pintura en la que los hombres muertos jugaban y reían y vivían.  Y el cadáver del hombre fue embalsamado y colocado en un museo, y allí vivió su memoria.

Para siempre
para siempre
para siempre.


El tiempo pasó y los peregrinos dejaron de llegar, a pesar que en todos los mundos persistía la memoria de un hombre que muere y vive en su pintura y que fotografías de la pintura aparecían en los libros de texto de todos los estudiantes. Y, en base a esas fotografías,  los estudiantes se imaginaban la pintura como grande e imponente, enmarcada y solemne en la vieja pared de un Louvre. Mientras tanto, los hombres en la pared blanca morían y nacían en todos los matices de sus juegos y el cadáver embalsamado, a kilómetros, en algún museo solemne y viejo y grande e imponente, seguía muriendo

para siempre
para siempre
para siempre.

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